lunes, 16 de mayo de 2011

Cuentos del Bicentenario






     
“Distingue tempora et concordabis iura” o distingue el tiempo y concuerda las leyes. Lo cierto es que esta frase me viene a la mente cuando, por lo general,  empezamos a criticar con ligereza, tiempos pasados.
No quiero ni imaginarme que será de nosotros, cuando nos analicen y hablen de atrocidades donde nosotros veíamos solo causas justificadas.
Por tanto, en estas páginas solo se comentan las historias, no se juzga nada ni a nadie.  












                  
Estas ocho historias están dedicadas a mi admirado y querido amigo Antonio Moreno López, con quien tengo la enorme suerte y el placer de poder conversar a lo largo del  año en multitud de ocasiones y que, con motivo de celebrar el ya de por sí famoso bicentenario de la batalla de Chiclana, he decidido recrear en nuestra localidad algo de la intrahistoria de aquella época, de manera novelada.  Y, parafraseando el símil taurino, no me queda más que decir  “va por ti, querido amigo”.





Introducción

Las barberías, auténticos parlamentos de lo cotidiano, han sido y son lugares que han propiciado siempre las tertulias, sobre todo en aquellas localidades de tamaño medio o pequeño donde todo el mundo se conoce y los sucesos y aconteceres que afectan a los vecinos son del interés general. Gran cantidad de cuentos, leyendas y anécdotas de todo tipo, perviven gracias a esa especie de labor literaria encubierta que en esos establecimientos se desarrollan. A lo largo de mi ya dilatada vida he podido comprobarlo en más de uno de ellos, y en multitud de ocasiones. Me van a permitir que les pida disculpas por esta quizá innecesaria introducción que hago, pero que creo aclaratoria aunque fuera solo para permitirme reflexionar en voz alta y hacer de ella copartícipe a amigos muy en mi estima, de algunas cuestiones acaecidas en estos lugares, para algunos de nosotros, de culto.  

Hace unos días, mi querido y nunca bien ponderado Antonio Moreno López, preclaro filósofo y pensador donde los haya, amante de la vida y de lo que ella nos proporciona,  y al igual que yo, incontinente verbal, (lo cual nos deviene de vez en cuando en alguna que otra situación incomoda), nos contó una anécdota a Rafael Gómez Jurado (el de los Gómez pobres) y a mí, en nuestra diaria tertulia que tiene su sede en el Pájaro Chico, que le acababa de ocurrir cuando venía de la barbería que él frecuenta. Resultó extraordinariamente cómica y burlesca por el talante  que él posee (que no por el del otro personaje que intervino en la misma) y que no voy a transmitir aquí,  porque entra en el terreno de lo privado y, por tanto, es patrimonio del facedor del entuerto y nunca de los interlocutores del mismo. Por ello es por lo que me gustaría dedicarle estas otras anécdotas, que bien podría entrar en el terreno de la leyenda, y que oí hace ya algún tiempo en  una barbería de extrarradio, que era visitada por singulares personajes y que yo ya presupongo de antemano que vais a saber valorarla en su justa medida.

Uno de los visitantes habituales a la citada barbería, que tenía dos sillones de barbero, un par de sillas de modelos diferentes y un pequeño banco desvencijado, era un señor de avanzada edad conocido por Don José y al que se le tenía un enorme respeto y admiración por el resto de los parroquianos que frecuentábamos el citado establecimiento. Era parco en palabras y en gestos, por lo que aquel día todos los presentes prestamos toda nuestra atención cuando Don José, en un tono revestido de toda la solemnidad que le proporcionaba su edad y estatus, interrumpiendo una conversación que mantenía la atención de todos los presentes, alzó la voz y dijo: Me van a permitir todos vds. que cuente una historia acaecida aquí en Chiclana y que me contó mi padre que, a su vez, la oyó de su abuelo. La historia es la siguiente:


Historia 1ª: El amo confiado y el criado inocente

En el tiempo en que aquí estaban los franceses con su numeroso ejército sitiando a la isla de León y la ciudad de Cádiz, un comandante del citado ejército invasor con su esposa (joven, de muy buen ver y no bien atendida) vivía en la cuesta Hormaza. Muy cerca de ellos moraba por entonces un joven chiclanero, más bien corto de luces, que se puso al servicio del gabacho en calidad de mozo de cuadra, porque no sabía hacer otra cosa más que cuidar de los caballos. Era de aspecto simpático, pero de una inocencia tal, que se le podía hacer creer cuanto se deseara.
El gentilhombre al servicio del cual estaba, tenía pasión por los pájaros y pasaba todo el día ocupado en cacería. Como el joven no se ocupaba más que de la cuadra, el amo creyó poder confiarle el cuidado de que le limpiase las botas y se las engrasara para que estuviesen bien flexibles.
Juanito, que así se llamaba el joven, tenía de veinticuatro a veinticinco años, pero aún no había experimentado lo que era meter el diablo en el infierno, y como comía, trabajaba y bebía como un descosido, estaba siempre con el arco tendido, sin saber qué remedio hallar para su mal.
Había notado varias veces que las botas de su amo, por duras que estuviesen, se volvían blandas y flexibles después de engrasadas y puestas al sol, y el inocente joven imaginó encontrar de la misma manera el medio de enternecer y poner flexible su instrumento. Así es que se desabrochó la bragueta y se puso a frotar su miembro con la grasa al sol, sin conseguir ningún resultado, porque siempre estaba hinchado y no se ablandaba nada; pero él perseveraba en la ocupación, pensando que a fuerza de grasas conseguiría su propósito.
Un día, la esposa del gentilhombre salió al patio para hacer ciertas necesidades y vio detrás de la cuadra a Juanito con su pieza en la mano, en actitud de frotársela con las grasas. La tenía blanca como la nieve, y a la dama le pareció la cosa más bella y dulce del mundo. Se sintió de súbito presa de un gran deseo de probar qué tal servicio le haría, porque la de su marido no era la mitad de gruesa ni de nerviosa. No tardó en hacer llamar a Juanito para hablarle del servicio de la cuadra, y le dijo:
-         Juanito, yo no sé cómo decirte lo que pienso. En menos de quince días has empleado más grasa para las botas del amo que en tres meses los otros servidores. ¿Qué quiere decir esto? No dudo que haces otro uso de ella o que la vendes. Dime la verdad. Necesito saberlo. ¿Qué es lo que haces con la grasa?                                                      

El joven entendió bien lo que le decía, pero no sabía expresar en francés su pensamiento. Inocente y sencillo, dijo lo que le sucedía, y para explicarlo mejor se desabrochó los calzones y presentó su pieza en la mano delante de la señora, que se estremecía de gusto y ya tenía la boca hecha agua, y le explicó cómo empleaba la grasa, añadiendo que el remedio no le hacía ningún provecho.
-Voy -dijo entonces la mujer-, puesto que eres un fiel servidor, a manifestarte que eso que haces es una verdadera tontería, que de nada sirve a tu enfermedad; yo, con la condición de que no se lo digas a nadie, te enseñaré un excelente remedio. Ven conmigo y verás, así que yo te lo haga, como esa gran pieza se queda pequeñita y blanda como una pasta.
El marido estaba fuera de la ciudad y no había en la casa nadie que la dama pudiese temer que la viera; así, condujo al joven a su cuarto, y para darse placer con él, hizo que cinco veces seguidas se frotara en su grasa.
El remedio pareció admirable a Juanito, y todo marchó a las mil maravillas entre los dos. Cada vez que había facilidad y sentía enderezarse su pieza, se la ablandaba con la grasa de la señora.
Sucedió que como el joven se aficionaba más a esta grasa que a la de las botas, llegó un día en que el señor quiso ir de caza y no encontró su calzado limpio ni engrasado, y montó en gran cólera por este motivo. El bueno de Juanito no sabía qué decir.
-¿Qué quieres tú que yo haga ahora, andaluz borracho? -gritaba el amo-, ¿qué quieres que yo haga, miserable poltrón? Estas botas están tan duras y tan secas, que ni tú ni nadie podrá ponérmelas. Eres un gandul y un animal.
El muchacho, temblando de miedo a ser azotado, respondió:
-No se incomode usted, señor; no se incomode usted, que en un momento yo las pondré flexibles.
-¡Mala peste te dé, perro cochino! -exclamó más enfurecido el dueño.
Viendo que aumentaba la cólera de su señor, casi fuera de sí, Juanito dijo:
-Sí, sí señor. Yo voy a hacer lo necesario, si usted tiene un instante de paciencia. En cuanto yo las meta una vez en el vientre de mi señora, le aseguro que se ablandan.
El amo quiso saber qué receta era esa para tan súbito cambio, y entonces Juanito le explicó lo sucedido con detalles.
Viendo que la suerte lo había hecho señor de Corneto[1], el amo no dijo nada por lo pronto, pero a los pocos días manifestó al joven chiclanero que podía buscar otro dueño pues él no tenía más necesidad de sus servicios.
Y terminó Don José diciéndonos a todos los presentes que tuviéramos siempre en cuenta la importancia de tener satisfecha en cada momento a la mujer de cada uno. Y con esta aseveración se levantó y marchó con su porte distinguido sin tan siquiera dignarse mirar hacia nosotros.





                     
                       Historia 2ª: ¿Son los abogados un mal necesario?


Transcurrió algún tiempo y recuerdo que uno de esos días oscuros y lluviosos de finales del otoño, cuando el carácter se nos vuelve algo más agrio e incluso ligeramente taciturno, me dirigí a la ya conocida barbería para arreglarme el pelo y de paso afeitarme, ya que esa misma tarde debía asistir a una boda y tu ya sabes que en esos casos nada mejor que te afeite tu barbero de cabecera; si bien dado tu alto grado de promiscuidad en estos y otros menesteres de parecida índole,  no lo necesitas (al barbero de cabecera, me refiero). Yo, por el contrario, armado de una paciencia más propia del santo Job que de mí,  ya que por delante aguardando turno tenía hasta cuatro parroquianos, opté por hojear algunas de las revistas que andan por allí desparramadas y que uno no se explica como sigue estando sano después de cogerlas y pasar las hojas, ya que para mí que deben ser trasmisoras de todo tipo de enfermedades (de las confesables y de las no confesables).

Transcurría, como os decía, apaciblemente el tiempo, contemplando como en el exterior las gotas caían de forma incesante con un sonido que resultaba hasta melodioso y que por momentos fue apagando las pocas conversaciones que se estaban sucediendo dentro. Fíjate, era de las pocas veces que en una barbería estábamos en silencio y valorábamos más el sonido que nos proporcionaba la propia naturaleza que el emitido por nosotros. Y así permanecíamos, languideciendo a la vez que la tarde, cuando de repente hizo su aparición Don José. Quiso la casualidad que en ese momento estuviéramos en el establecimiento tres de las personas que habíamos oído el relato que nos contó sobre el comandante gabacho y su criado y le hicimos saber con gran alarde de entusiasmo por nuestra parte, cuanto nos había gustado el mismo y que ilustrativo y ajustado a la realidad era en su contenido y cuan ameno y agradable en su exposición.

Sintióse muy halagado Don José por los comentarios que vertíamos sobre él y nos dio reiteradamente las gracias por nuestra amabilidad; pero baste con recordar su ya conocida continencia verbal para deducir que ahí quedó todo. Miré yo entonces a los otros dos parroquianos arriba mencionados y con un gesto les hice saber que iba a requerirle a Don José que nos contara otro relato que amenizara el tiempo de espera y me miraron asintiendo con los ojos de forma casi imperceptible. Y así lo hice:

-         Don José, como le hemos dicho con anterioridad, su relato nos dejó gratamente sorprendido y nos gustaría, si fuera vd. tan amable, nos expusiera algún otro similar al que nos contó. A lo que éste contestó:

-         Ya sabéis que no es mi estilo hablar en los lugares públicos, pero ya que parece ser que tanto os satisfizo,  voy a proceder a relataros  lo que aconteció un poco después de la marcha del criado de la casa del comandante y que puso en evidencia de que pasta están hechos los abogados en general y los de  Chiclana en particular.

Y este que a continuación se expone es el relato con que Don José tuvo a bien ilustrarnos aquel día

Había pasado algún tiempo desde la marcha de Juanito y el comandante y su joven esposa seguían conviviendo de manera pacífica, y no precisamente por la esmerada educación y buenas maneras del gabacho, sino por la vergüenza que sentía al saber que su mujer había sido la responsable de los hechos acontecidos y ya narrados y no se atrevió a ponerse públicamente en evidencia haciéndole saber que los conocía, por lo que aquello que lo movía al silencio era pura vanidad de macho herido en su honor.

Quiso la suerte que tres casas más arriba de la suya (debo recordar que la calle Hormaza es conocida como cuesta Hormaza), fuera ocupada por un general, ayudante directo del Mariscal Víctor, el cual se trasladó allí acompañado de su esposa que era una matrona todavía de buen ver, pero que poseía unos hermosos y voluptuosos senos que la hacían parecer uno de aquellas clásicas pinturas de Rubens. Y de la misma manera, quiso la suerte también que a nuestro amigo el gabacho gentilhombre, aquellos senos tan rotundos le pareciera lo más hermoso que había visto en su vida. No pasaba un minuto del día sin pensar en ellos, en pasarle la lengua hasta la saciedad, en tocarlos, manosearlos, besarlos y todo lo que hubiera menester hacer con ellos. Las noches las pasaba en blanco pensando en lo mismo y, cuando rendido por el cansancio lograba conciliar el sueño, se despertaba sudoroso y con el vergajo en ristre, pero sin poder ni tan siquiera tocarle a su esposa a la que había llegado a despreciar por lo que ya conocemos y por lo insignificante que resultaba después de compararla con la generala.

Llevaba un tiempo de esta guisa y resolvió que era hora de solucionar aquella fatídica situación que no le dejaba vivir, fuera como fuera. Para ello contactó con un abogado de la plaza de Chiclana, al que conocía por sus simpatías hacia los gabachos. En definitiva, un afrancesado de pro, que tenía fácil acceso a la Alcaldía y, por tanto, con el General y su esposa. Convino con él una reunión que celebraron con suma discreción en una vivienda de las afueras, prestada por un amigo.[2]

Allí nuestro gentilhombre, dirigiéndose al abogado le dijo:

-         Has de saber, querido amigo, que ando locamente enamorado de… y que haría cualquier cosa por poder gozar especialmente de sus senos durante un largo rato y que por ello estaría dispuesto a hacer cualquier cosa.

-         No esperaba una petición de este tipo, me cogéis de improviso, por lo que os ruego tengáis a bien concederme un tiempo prudente para poder contestaros, contestó el abogado

Transcurridas dos semanas, se puso en contacto con el comandante, al que citó en el mismo lugar y le planteó lo siguiente:

-         Querido amigo: he contactado con un boticario y un médico, ambos de gran renombre en la localidad, para llevar a cabo un plan que he ideado y que permitirá que cumpláis vuestro irrefrenable deseo, pero para ello hacen falta dos condiciones. La primera, que mantengáis el más absoluto de los silencios al respecto y la segunda que os va a salir bastante caro por que hay que pagar muchas cantidades en servicio y sobornos.

-         Por el dinero no os preocupéis, porque tengo mucho más del que pueda gastarme en toda mi vida y por el silencio, os juro por mi honor que seré como una tumba.

Y así lo hizo. Movió todos los hilos necesarios y consiguió que el boticario le fabricara una poción que producía un tremendo escozor que duraba varias horas y a través de la doncella personal de la generala, consiguió que lo vertiera en el corpiño de ésta. Púsose la generala la citada prenda interior y empezó a notar una irritación acompañada de un pequeño picor que fue yendo cada vez a más hasta convertirse en un escozor insoportable que la hizo postrarse en cama sin encontrar alivio de ningún tipo. Llamado el médico a presencia del general le hizo saber lo que le ocurría a su esposa y que fuera a su casa para hacerle un reconocimiento con el fin de hallar algún remedio para el mal que la aquejaba.

Presentóse el médico (que ya estaba comprado por el abogado) y le dijo que el único remedio que conocía era una sustancia que solo se encontraba en la saliva de algunas personas (muy pocas), pero que afortunadamente él conocía a un paciente –francés, por más señas, al igual que Vuecencia, le dijo el médico-, ya que había sido paciente mío y conocía esa cualidad tan específica.

-         He de deciros Sra. que para vuestra absoluta curación necesitaréis la aplicación directa de la saliva del comandante… en vuestro senos, por lo que es necesario que consintáis de manera explícita.

-         Si para mi curación esa es la única solución que existe, sea. Lo que no puede ser en que yo siga en esta situación tan insoportable.

-         No obstante, dadas las características tan especiales del remedio que le he prescrito, yo estaría más tranquilo si su esposo lo conociera y diera su consentimiento, dijo el médico.

-         Bien hagámoselo saber. Llamó a uno de sus criados que fue al encuentro de  su amo, y trajo el consentimiento de éste ya que conociendo la extraordinaria reputación del galeno creyó a pie juntillas que era el único remedio aplicable.
 
Llamaron a nuestro ya más que conocido gentilhombre y se le comunicó el encargo que tenía. No era un ruego, sino una orden directa del General, y así pudo cumplir su sueño, y durante cuatro horas seguidas, lamió, mordió, apretó y acarició los suculentos y deliciosos pezones de la generala.

A los dos días del ya mencionado suceso, el abogado se puso en contactó con él y le dijo que la cantidad que debía abonarle ascendía a… El gabacho lo miró fijamente y le contestó:

 -¿Pero tu has pensado que yo tenía previsto pagarte cantidad alguna? Anda y ve a contárselo al general y que sea él el que pague tus servicios por ponerle remedio a la enfermedad de su esposa. Y riendo a carcajadas, le dio la espalda al  abogado y salió de la casa, sabedor de que éste no podría nunca contarle a nadie lo que había hecho.

El abogado, hombre de recursos como todos los de su profesión, y para más inri, de Chiclana, empezó a maquinar su venganza. En este momento del relato le tocó el turno a Don José, pero nadie quería moverse de su sitio, ni tan siquiera el barbero, hasta conocer la conclusión del relato. Percatándose Don José de la situación y en voz alta y dirigiéndose a todos los presentes dijo: ¿Queréis conocer en que consistió la venganza del abogado? a lo que todos asentimos al unísono. Y concluyó diciendo:

Pues que repitió exactamente de nuevo la misma operación, solo que ésta vez el soborno a la doncella fue para que vertiera la pócima en los calzoncillos del General. Ya podéis todos imaginar que fue lo que tuvo que lamer, chupar, acariciar y apretar, nuestro amigo el gentilhombre francés.

Por lo cual, y para vuestro conocimiento, he de haceros la siguiente recomendación, dijo Don José: Nunca dejéis de pagarle a un Abogado de Chiclana. Y volviéndonos la espalda, se sentó en el sillón del barbero al que le indicó que le afeitara y le cortara el pelo.





Historia 3ª: Los hermanos Delacroix


Después de la última historia relatada por Don José, estábamos todos deseosos de volverle a oír. Cualquier excusa era buena para aparecer por la barbería y ver si nuestro narrador estaba allí; no obstante, parecía que se lo hubiera tragado la tierra o llevado el diablo. No aparecía ni nadie tenía noticias de él; además, como ninguno de los parroquianos conocíamos su domicilio, no había manera de saber ni tan siquiera si seguía vivo. Y así fueron transcurriendo  los días y las semanas y Don José sin aparecer.

Ya, casi ni me acordaba del citado personaje, cuando recibo una llamada en mi móvil de un número desconocido que resultó ser el barbero haciéndome saber que Don José acababa de llegar. Por mi situación de jubilado, dejé de inmediato lo que estaba haciendo y corrí hacia la barbería, donde lo encontré de muy buen humor y con un color de piel envidiable. Le pregunté por su larga ausencia y me comentó que había estado con su esposa de viaje por las islas del Caribe y que estaba hasta los mismísimos de tanta agua y tanto barco y que se habían vuelto incluso antes de lo previsto.

-         Pues no sabe como le hemos echado de menos, le dije.

-         A mí o a mis historias, contestó Don José

-         Hombre, debería vd. saber que a estas altura las dos razones son inseparables. Lo que debe tener claro es que andábamos nerviosos por su ya larga ausencia.

-         Muchas gracias, dijo Don José, por lo que supone de preocupación por mí, y se mantuvo en silencio.

Nosotros (todos los demás) nos miramos con una expresión de estupidez en el rostro que, afortunadamente, fue percibida por Don José y que hizo a éste reaccionar y decirnos:

-         ¿Están todos vds. esperando que les narre alguna  nueva historia?

-         ¡¡¡ Si!!!, contestamos al unísono.

-         Pues bien procederé. Y así nos narró lo siguiente:

Sucedió, pues, que transcurrió un tiempo en el que nuestros amigos no fueron objeto de más diatribas, ni más escándalos. Y sus vidas, si bien no eran ejemplares (no mantenían relaciones más allá de las convencionales), por todo lo acontecido, al menos eran tranquilas y sin grandes sobresaltos. El General y su esposa habían retornado a Francia, más en concreto a una ciudad conocida como Tours, en donde tenían sus posesiones, amén de sus amistades y familia. El abogado había tenido que refugiarse en Cádiz por motivos que ya supondréis y la tranquilidad reinaba en el ambiente. Nuestro amigo el gentilhombre seguía siendo extraordinariamente aficionado a la cacería, pero en su casa no entraban nada más que sirvientes del sexo femenino. Y sin embargo, y a pesar de tantas precauciones,  un curioso acontecimiento vino a turbar de nuevo la paz de nuestros amigos.

En la calle Larga (perpendicular a la del domicilio del comandante gabacho al que ya estamos empezando a apreciar) vinieron a vivir dos hermanos franceses pertenecientes al grupo de los que cuando se mencionan en círculos oficiales o en estancias propias del “savoir faire” son citados como personas “de baja estatura”, o, en el peor de los casos,  individuos “algo bajitos”, pero que aquí en Chiclana los conocemos de toda la vida como enanos de los coj…. Y lo más curioso de todo es que he investigado lo suficiente, -siguió diciendo Don José- como para poder afirmar que efectivamente esos dos hermanos, oficiales franceses, existieron por esa época. Llamábanse Delacroix y eran conocidos por ser los dos único próceres de la patria gabacha cortos de estatura y, según veremos más adelante, también cortos de luces (aunque debéis saber, amigos míos, que esa es una característica muy común entre los gabachos).
                                              
Uno de los hermanos al que llamaremos Jean era el que parecía menos corto (no nos atrevemos a decir más inteligente, porque sería faltar a la verdad). Estaba casado con una dama francesa de altura normal, que, por cierto era lo único que tenía a lo que podemos referirnos con ese apelativo. Por el pueblo se corrió la voz (todo según la versión de la primera doncella de la dama), que había accedido al matrimonio por la extraordinaria fortuna que poseía el gabacho enano. La verdad es que si lo hubierais visto juntos, estaríais totalmente de acuerdo con esa versión. Pues bien, Jean, a la sazón teniente de granaderos, igual que su hermano, estaba bajo las órdenes directas del comandante gabacho, el de la cuesta Hormaza. Éste, ordenaba al teniente que todas las noches estuviera de patrulla con su destacamento por la zona de Sancti-Petri y la Barrosa o bien, por el Pinar de los Franceses. Para los que no conozcáis la ciudad, sabed que eran los dos lugares más alejados de su domicilio y que suponían largos desplazamientos. Transcurrieron varios meses de esta guisa, hasta que el teniente que había solicitado en reiteradas ocasiones un cambio de destino, una de las noches que se encontraba patrullando fue herido en un enfrentamiento con tiradores voluntarios de Cádiz que hacían incursiones por esos pagos[3] y hubieron de llevarlo a su domicilio montado en un carro que requisaron a un labriego de la zona, su sargento de confianza y dos soldados.

Presentáronse en el domicilio del teniente, llamaron a la puerta y esperaron a que alguien del servicio abriese la puerta. Así fue, pero maldita la hora en que ocurrió tal suceso. Como alma que se lleva el diablo, vislumbró una sombra de formas masculinas que entrecortada en la aún mortecina luz del amanecer salía rauda de las estancias privadas de su esposa. No quiso creérselo pero reconoció la figura del comandante que una y otra vez había insistido en que estuviera todas las noches de guardia argumentando que sus éxitos en esa misión eran continuos y a pesar de sus pocas luces comprendió la verdad. El comandante que no tenía donde clavar su pica había encontrado la vaca adecuada para hacerlo; además el toro propietario de la misma era tan pequeñito que daba menos miedo que los de mayor envergadura (de ahí lo de verga). Así comprendió nuestro amigo, el enano gabacho, que no necesariamente el éxito debe ir acompañado de alegría.

A raíz de eso y como no tenía manera de solucionar el problema, porque las pruebas eran circunstanciales (como diría nuestro abogado si  no tuviera que haberse refugiado en Cádiz), cuando casi estaba restablecido solicitó del Mariscal Víctor que debido a las heridas sufridas en su enfrentamiento con los españoles, le permitiese volver junto a su esposa y hermano a su hogar en Francia, permiso que le fue concedido en incluso con la imposición de una medalla en reconocimiento a los méritos contraídos en las campañas en las que había participado.

Pero, hete aquí, que de nuevo se le tuercen las cosas al enano Jean. Su hermano Antoine,  había desaparecido. Hacía ya ocho días que nadie sabía nada de él. Se comentaba por el pueblo que hundido su honor por la vergüenza sufrida por su hermano en el episodio que hemos contado con anterioridad y que como podéis imaginar, era conocido ya por todo Chiclana, había decidido huir para no tener que soportar el escarnio al que su hermano estaba sometido desde entonces.

¿Qué hizo Jean? Mandó pone bandos en toda la villa, dando una descripción de su hermano y ofreciendo una excelente recompensa para quien o quienes lo encontrasen. Unos chiclaneros que estaban por una zona de esteros, intentado coger algunas lisas para alimentar a sus familias, encontraron a un enano deforme, feo como los excrementos de un puerco y con gesto de idiota deambulando por allí con cara de no saber donde estaba. Conocedores del bando, creyeron que si lo aseaban un poco y se lo llevaban al teniente gabacho, éste que aún no estaba bien del todo podría creer que era su hermano y darle la recompensa. Y así lo hicieron. Lo llevaron ante el teniente y cuando entraron en su domicilio observaron con un estupor no comparable con ninguna otra cosa conocida que éste era idéntico al engendro que ellos llevaban. El teniente reconoció a su hermano gemelo, se sintió feliz y les dio la recompensa prometida.

Y aquí Don José hizo una pausa. Larga y prolongada pausa, diría yo. Nos miró, pero no de uno en uno, sino con una mirada de gran angular que nos abarcó a todos y nos dijo:

-         Debéis saber amigos míos que para no llevarse grandes sorpresas en esta vida, lo mejor es seguir la máxima aquella de: “cada oveja con su pareja”.
-         Pero Don José, dije yo, si bien es cierto lo que acabáis de decir, también estaréis conmigo en afirmar que es muy triste que tú no puedas intervenir en tu destino.
-         Cierto, mi querido amigo, pero piensa en lo que te voy a decir, porque después de esto me voy a casa y no voy a explicarte nada más: El dolor humano es inevitable, pero el sufrimiento es opcional. Tú tienes la capacidad de elegir

Y sin volver la cabeza, salió de la barbería y se perdió en la calle.



Historia 4ª: De cómo se resolvió la rara enfermedad del gentilhombre

De nuevo estamos a la espera que Don José aparezca por la barbería. Mientras tanto se suceden las tertulias normales de los parroquianos habituales. Una que ha tenido mucho éxito (y lo digo sin ánimo de ofender) es el abultado resultado del Barcelona-Madrid, o como es más conocido: la manita; no voy a insistir más en ello por no poner el dedo en una herida que aún permanece abierta en muchos corazones blancos.

Nosotros, a lo que íbamos. Se ha incorporado al grupo un sacerdote ya mayor, que regenta la parroquia de la zona, pero aficionado también a las historias burlescas, y conocedor del excelente narrador que ha aparecido por la barbería, se ha vuelto asiduo de la misma.

Un martes del mes de Enero, bastante frío, por cierto, apareció Don José, que había tenido la deferencia de llamarme con anterioridad y que al llegar nos saludó efusivamente deseándonos un feliz año. Todos se lo agradecimos y yo me dirigí a él diciéndole:

-         Don José, si es vd. tan amable, vamos a llamar al Páter del que le he hablado, para que sea testigo de su relato de hoy.

-         Me parece muy adecuado, porque para lo que os voy a contar me vendrá bien su presencia como experto.

Y Joselito, el barbero, mandó al niño a la Parroquia llevando aviso al Párroco al objeto de que se personara en el establecimiento lo antes posible. Y así fue. Hechas las presentaciones, Don José nos requirió que le dijéramos si el Páter estaba al corriente de las anteriores historias, a lo que le contesté que sí, que yo las estaba poniendo por escrito para que no se perdieran, ya que en mi modesto entender, las veía lo suficientemente ilustrativas cómo para que no cayeran en el olvido.

-         Hombre, dijo Don José, eso me parece bien siempre que las historias no salgan del ámbito privado en el que se cuentan.

-         Don José, contesté yo, no se preocupe lo más mínimo por eso. Estas son nuestras historias y sólo nuestras.

-         Gracias, entonces. Procederé pues a relataros lo que le aconteció al gentilhombre después de las peripecias con los próceres enanos.

Y empezó su narración Don José, de la siguiente manera: Habéis de saber que existe en el Santoral Católico un santo llamado San Angulo, que celebra su onomástica el 7 de febrero y que es el Santo Patrón de los estreñidos, los diarreicos y los que sufren de bolos fecales, motivo por el cual se representa con una bacinilla en las manos y, éstas, con guantes negros. A lo largo de la historia y durante muchos años, ha sido creencia que bastaba ver o invocar su imagen para regularizar cualquier anomalía en el tracto intestinal.

En ese momento Don José volvió su mirada al Páter para solicitar  de éste que confirmara lo que estaba contando, cosa que  hizo en voz alta.

-         Es muy cierto lo que dice Don José, acerca de este santo y es más, prosiguió el párroco; de este Santo se cuentan muchas historias que en otro momento, si queréis, os relataré.

-         Gracia, Páter. Continúo entonces con la narración, dijo Don José.

Volvamos pues a nuestro amigo de la cuesta Hormaza, del que no nos hemos olvidado. Sucedió pues, que sin saber como, (algunas malas lenguas de las de entonces afirman que fue un mal de ojo de su esposa, con la ayuda de una hechicera que vivía por detrás de la ermita de Santa Ana, en una choza de anea y que era experta en temas de brujería. El caso es que jamás pudo probarse, a pesar de que todo el mundo estaba convencido de la veracidad de tal afirmación), lo dramático es que el comandante gabacho contrajo una misteriosa enfermedad que le afectaba al tránsito intestinal, por lo cual estaba días y días sin ser capaz de expulsar nada por el ano, es decir, sin defecar. Esto a su vez y como todos los aquí presentes podrán comprender, le impedía vivir en plenitud.

Después de invocar en reiteradas ocasiones a San Angulo, reverenciar su imagen, venerarla, ofrecerle prebendas, encenderle velas… no obtuvo ningún resultado Más tarde probó una enorme cantidad de remedios naturales que le fueron suministrados por médicos, curanderos, brujos… que le proporcionaron hierbas, verduras, compotas, pócimas y bebedizos de todo tipo. Al principio parecían dar resultados; más, transcurrido un breve tiempo, dejaban de tener efecto y nuestro amigo, el gentilhombre francés, volvía a su estado de postración, además de sentir unos tremendos dolores que lo hacían estar en permanente desasosiego.

Uno de los días en que se encontraba algo mejor de su mal, paseando por un campo próximo a su domicilio, vio a un joven oculto tras un ciruelo. Tenía la cara desencajada y las lágrimas bañaban sus ojos. El comandante sintió compasión y se acercó al joven diciéndole: “¿sufres?”, a lo que éste le contestó: “sufro porque busco alivio para mi mal”. El gabacho quedo admirado de la profundidad de la respuesta y le siguió diciendo: “¿y por qué te ocultas?”, a lo que el joven contestó: “porque es necesaria la soledad para encontrar mi alivio”. Nuevamente nuestro gentilhombre sintióse maravillado por la respuesta del joven y le dijo: ¿puedo ayudarte u ofrecerte algo? Debes saber que soy oficial francés y bastante rico. A lo que el joven le dijo: ¡Hombre, ya que insiste tanto, solo quiero que me alcance unas hojas y que me deje en paz! Y así lo hizo.

Transcurridos un par de días, el gabacho volvió a donde había tenido lugar el encuentro con el joven, ya que éste le había dejado muy impresionado por haber rechazado sus riquezas y haberse conformado solo con unas hojas. Se acercó al ciruelo donde había estado el joven y encontró, debajo de él, tapados por las hojas que él mismo le había acercado, abundante excrementos humanos y un palo también manchado del mismo excremento por uno de sus  extremos.

¡Dios, que será esto!, se preguntó levantando la vista al cielo,  dándole vueltas a su no muy dotada sesera. Quiso entender al fin  que el joven se penetraba con el palo por el ano, permitiéndose así una defecación posterior abundante y, por lo tanto, un alivio completo de su mal. Así, al menos, se lo habían contado a él que se podía hacer, aunque nunca creyó que esto fuera posible.

A pesar de seguir considerándolo un método antinatural y poco varonil, sin decirle nada a nadie quiso probarlo en la intimidad de su hogar. Se encerró en una habitación provisto de un palo de dimensiones que él consideró apropiadas y se lo introdujo por el agujero trasero.

·        Y –dijo Don José- ¿Imaginan vds. a nuestro ilustre gentilhombre en  cuclillas, con fortísimos dolores y saliéndole sangre por el final del recto? Pues eso fue exactamente lo que ocurrió. A pelo, sin tan siquiera lubricar, aunque fuera de manera breve y somera el canal posterior, se hizo un desgarro sin remisión alguna. No obstante y a pesar de aquel desaguisado que arregló como pudo, seguía teniendo fe en el remedio, ya que el joven al que él consideraba un sabio (si no un santo), lo tenía como solución del mal que a ambos aquejaba por igual.

Quiso la diosa Fortuna que su mujer se enterara de lo acontecido y no porque él se lo contara, sino porque al manchar la ropa interior de sangre por tan señalado sitio, ésta preguntó las causas y él no tuvo más remedio que contárselo, Y aquella mujer,  que aún permanecía agraviada por el “affaire” que su marido había tenido con la esposa del prócer enano, vio la ocasión perfecta para perpetrar una venganza sonada. Cómo se diría ahora “la madre de todas las venganzas”, -dijo Don José-.

Consultó con la almohada y con un par de comadres amigas, algunas cuestiones necesarias para llevar a buen término lo que había planeado y urdió un plan que ella consideró perfecto y que dejaría a su esposo en una posición de sumisión total para con ella y para el resto de sus vidas.

Con la ayuda de una curandera a la que había contratado por mediación de una de sus amigas, preparó una pócima para su marido al que hizo saber que tomándosela de un solo trago y al mismo tiempo introduciéndosele un palo con lubricante por el ano una sola vez, y con reiterados movimientos de adelante hacia atrás, el mal quedaría sanado para siempre.

·        Y tú, ¿cómo sabes eso?, preguntó el gabacho

·        Porque así me lo ha contado el joven con el que trabaste tanta amistad bajo el ciruelo (asunto que ella conocía por mediación de uno de los criados de la casa, al que el gentilhombre había recurrido cuando se introdujo el palo), -dijo su esposa- .  Él ha sido el que me ha contado aquello que le ha permitido acabar con su mal, -terminó por decir ella-.

El gentilhombre, al oír mencionar al joven al que tanto reverenciaba, quedó completamente convencido tanto de la veracidad como de la eficacia del remedio y comunicó a su esposa que le parecía muy apropiado que probaran con él la citada receta.

·        No obstante debes confiar en mí totalmente, insistió enérgicamente ella.

·        A lo que él contestó: Mira, mujer,  hemos tenido nuestras diferencias en los últimos tiempos; más, sin embargo esta vez estoy absolutamente convencido que me dices la verdad y que definitivamente voy a acabar de una vez por todas con la tremenda enfermedad que me está haciendo sufrir de esta despiadada manera.

La esposa mandó llamar al criado que inicialmente trabajó con ellos, Juanito ¿recuerdan?, (aquel que tenía siempre el arco tendido) al que pidió que permaneciera en una habitación contigua a la que estaban ella, además de la curandera y el marido, y que tuviese el instrumento, que tantas satisfacciones le había proporcionado, listo para volver a engrasarlo con la señora. Al muchacho, que como recordarán vds., era más bien corto de luces, se le hizo la boca agua ya que desde entonces no había podido  ablandar la pieza, que seguía la mayor parte del tiempo dura, sin hallar en ningún otro sitio el remedio que le habilitó su ama y que tanta satisfacción le proporcionó.

La dama con la curandera, dieron al marido la pócima que ésta había preparado y lo colocaron de espaldas a la puerta de la otra habitación con la camisa de dormir levantada, tapándole la cabeza y con el orificio del ano al aire. En ese mismo momento la dama salió de manera sigilosa del aposento En el más absoluto silencio, la hechicera  hizo pasar a Juanito y señalándole la ranura y haciéndole creer que era la de su ama, le solicito la introdujese hasta que se le quedara blanda como una pasta. Y así lo hizo. Hasta tres veces seguidas lo hizo. Lo curioso del caso es que sólo se oyó un gemido inicial de dolor por parte del gabacho. Contaba después la curandera que los sonidos que profería el gentilhombre más parecían de placer que de dolor. Pero eso es algo que al producirse en la intimidad, es difícilmente contrastable, por lo cual nos reservamos la opinión.

El caso es que desde entonces nuestro comandante retomó a su servicio a Juanito y no volvió nunca a padecer el fatídico mal que le aquejaba; no sabemos si como resultado de la pócima o por el efecto desatascador del instrumento del criado. Lo que si se sabe es que tanto el gabacho como su esposa sacaron provecho desde entonces del fantástico instrumento. Una con enorme placer; el otro parece que también, aunque solo fuera por poder llenar una bacinilla de excrementos.

Y así concluyó su relato Don José, no sin antes recordarnos que si vamos a probar placeres prohibidos, nos cercioremos desde el principio de que son de nuestro agrado, para no llevarnos sorpresas posteriores.

Historia 5ª: La primera historia del Páter o de, como la estupidez humana carece de límites

Acaeció pues, que la llegada del Páter a las tertulias de la Barbería, nos proporcionó una nueva y sustanciosa aportación para el enriquecimiento y el solaz de nuestros espíritus, sobre todo en el afán de seguir profundizando en el conocimiento de nuestra historia más reciente (o mejor dicho, de lo que es conocido por los eruditos como intrahistoria). Debemos recordar aquí, que el primer día que vino nos prometió contarnos algunas de las que él conocía; y teniendo en cuenta su edad y su larga y azarosa vida, deben ser muchas y muy interesantes.

Yo, que me había autonombrado como transcriptor de las mismas, preocupado porque a Don José le pareciera oportuno la citada iniciativa, le pregunté abiertamente sobre el hecho. A lo que me contestó:

·        No solo me parece bien que haya más gente que cuente historias, sino que lo agradezco sinceramente, tanto porque para mí supone un descanso, cuanto porque me va a permitir aprender cosas nuevas.

·        No sabe que peso me quita de encima, Don José. A mí me preocupaba que le quitaran el protagonismo a vd., que ha sido el iniciador de esta tan apasionada (aunque todavía corta) aventura que hemos emprendido entre todos.

·        Pues no te preocupes, contestó él. Es más, te pediría que hablaras con el Páter para que a partir de ahora intercaláramos relatos y así nos sería más leve a ambos.

Y así lo hice. Al Páter también le pareció pertinente, sólo que antes de comenzar con la primera de sus historias, hizo la siguiente advertencia:

·        Mirad, hijos míos; a mí, me encantan las historias burlescas tanto o más que a vosotros, solo que me vais a permitir, en razón de mi ministerio, que las que yo relate no tengan contenido… ¡ya me entendéis!

A lo que todos asentimos sin dilación y sin reservas. Y hete aquí la que inició los relatos del Páter y de la que nos advirtió que trataría sobre la enorme capacidad que tenemos los humanos para mostrar nuestra estupidez.
Debéis saber, -empezó el relato- que en la casa que en la época de la ocupación francesa era conocida como la de las cinco torres (la que en la actualidad tiene la fachada de piedra ostionera más bonita de nuestra ciudad, la que está en la calle García Gutiérrez),  existía por entonces una tertulia a la que asistía lo más florido de Chiclana. Eran todas personas importantes, de ambos sexos,  tanto del ámbito de la cultura, como eclesiástico, político y militar. Y también, de ambos bandos, franceses y españoles y de estos, afrancesados y patriotas (absolutistas y liberales). Las tertulias eran muy famosas y habían llegado a alcanzar un muy alto nivel intelectual. Solían ser debates abiertos donde alguno de los prohombres más significativos que la frecuentaba, formulaba un tema de lógica que originaba un debate posterior que se tomaban muy en serio; tal era la seriedad que perder en uno de ellos se consideraba tan humillante que el perdedor servía de mofa durante un prolongado espacio de tiempo, además de que los seguidores de los perdedores solían abandonarlos para pasar a formar parte de los de aquellos que ganaran en la competencia o bien para integrarse en el grupo de aquellos que construían los problemas dialécticos y lógicos difíciles de resolver, sobre los que se discutía posteriormente en la tertulia.
En esto último consistía la verdadera habilidad de los individuos que se presentaban en aquellos lugares: Construir o plantear un problema lo suficiente difícil como para que el otro no lo pudiera resolver.
En una de las ocasiones uno de los contertulios, chiclanero por más señas, de ideología liberal y contrario por tanto a los afrancesados, de profesión bodeguero y que había mantenido (y mantenía) una extraordinaria relación con su coetáneo y paisano, el Magistral Cabrera, y que además era conocido en Chiclana y otros lugares por su inigualable uso del lenguaje y su destreza en la formulación de paradojas,  se le ocurrió plantear la siguiente a su interlocutor en una de las tertulias, un francés conocido como Monsieur Renoir, que había llegado con el ejército invasor, como cronista de éste y que era conocido por su preclara inteligencia y su elevada ilustración (según siempre lo que decían de él, los gabachos). Así, mirándole a los ojos le preguntó:
¿No es cierto que “Lo que no has perdido lo tienes”?
(Obviamente la premisa es falsa, pero, partiendo de esa aseveración nuestro amigo continuaba con la pregunta:
“¿No has perdido unos cuernos?”
Efectivamente aquel con quien se enfrentaba no había perdido unos cuernos, por lo que contestó negativamente a la pregunta. Finalmente nuestro convecino afirmó:
“¡Entonces los tienes! ¡Tienes cuernos!”
Lo que provocó la risa, el estupor general y el triunfo en el debate que el mismo había iniciado. Nuestro convecino era un verdadero maestro en esos torneos en los que  solía atrapar al contrincante en una construcción dialéctica de la cual no podía salir. Curiosamente, y saliéndonos brevemente de la historia que estamos narrando, incluso siguen existiendo algunas de estas construcciones que no han podido ser resueltas, como por ejemplo las aporías de Zenón, de las cuales destaca la de la famosa flecha Eleática: (Eleática porque Zenón pertenecía a Elea)
La paradoja consistía en el lanzamiento de una flecha (obviamente), la cual para recorrer cierta distancia debía recorrer la mitad de esa distancia, y antes debía alcanzar la mitad de esa, y antes la mitad de la mitad de la mitad, y antes la mitad de la mitad de la mitad de la mitad, y así, como el tiempo que puede dividirse infinitamente, la distancia que la flecha debía recorrer también se dividía infinitamente, por lo que la conclusión era que la flecha nunca se movía y jamás llegaba a destino; confundiendo una divisibilidad infinita con una infinita duración. Este es una de las construcciones que incluso hasta hoy causan problemas (aunque existen soluciones, la mayoría bastantes complicadas).

Pero igual ya nos estamos yendo del tema que es la historia de nuestros contertulios. Resultó ser que un día a nuestro amigo el bodeguero le presentaron a un nuevo contrincante, un francés que habían traído del mismo Madrid (miembro de la Académie Française y que era el mejor que los gabachos habían podido encontrar para que se enfrentara en una nueva competición lógico-dialéctica y tuvieran la seguridad de vencerlo en su terreno, lo cual supondría la demostración palpable de la supremacía francesa sobre los españoles. Éste se llamaba Monsieur Pinard y venía precedido de una fama que traspasaba nuestras fronteras. Juntos decidieron enfrentarse en uno de estos debates nuevamente.
En esta ocasión el jurado fue el mismísimo mariscal Víctor. Al parecer, se había acercado hasta allí para presenciar éste que prometía ser el más encarnizado  de estos duelos y que,  por decisión de todos los contertulios,  honrados con su presencia, lo nombraron juez en esta competición.
A la hora convenida, en el salón principal de la casa, se juntaron nuestros dos rivales y comenzaron con la justa. El primero fue nuestro convecino que planteó la siguiente duda a Monsieur Pinard:
·        Honorable Señor,  ayudadme a salir de este problema. Me he dado cuenta que nadie en verdad puede decirse mortal. Los vivos no pueden decir “he muerto” sin mentir y los muertos nada pueden decir. En cuanto a los inmortales no es una frase que resulte verdadera. Así, es cierto que nadie puede decirse soy mortal. El hecho de decirse mortal, entonces, no designa más que una posibilidad futura en lo que concierne a cada uno de nosotros y para nada una certeza.”

Monsieur Pinard se quedó en silencio un momento, sin nada que responder. Comenzó a entrever cual podría ser la solución, pero no logro despegar el hilo de su planteamiento. Tartamudeó y un murmullo recorrió la sala y luego otra vez el silencio. El mariscal,  instó a su compatriota para que diera una respuesta, pero no hubo ninguna. Insistió y todo seguía igual. Todo lo que le venía a la mente al pobre de Pinard era complicado, extenso y poco certero. Entonces se retiró abucheado de la sala, pero antes de salir se volvió a todos los allí presentes y declaró que su respuesta sería por escrito, puesto que era la manera más perfecta de presentarla en aquel caso, y que para ello se iba a su casa a escribirla y prometió volver al siguiente con dicha solución al dilema. Pero no convenció a nadie y los abucheos se mantuvieron hasta que salió de la sala.

Al llegar a su casa, Monsieur Pinard escribió durante toda la noche una respuesta sabia y argumentada. Por la mañana la leyó en voz alta pero no le pareció concluyente. Entonces pensó que no tenía capacidad para resolver el problema y que por tanto había perdido; lo cual recordemos era muy humillante, por las razones antes expuestas y porque en esta ocasión el juez era el militar de más alto rango y representante directo del Emperador.

Así, al día siguiente se presentó a la tertulia con un argumento irrefutable. Dirigiéndose a todos los presentes hizo constar que, luego de su reflexión, había llegado a la conclusión que la mejor forma de explicar la aseveración: “soy mortal” era la que presentaría a continuación. Subió a lo alto de la azotea de la casa, se arrojó al vacío y murió.

Aunque la solución no había sido dada, la contundencia de la demostración de Monsieur Pinard conmovió a todos ciertamente. De esta manera, el Mariscal, no se vio ante otra posibilidad que declarar póstumamente al gabacho como triunfador. Por su parte, su rival, nuestro convecino el bodeguero, quedó convencido de  que la estupidez, si bien es patrimonio de la especie humana, estaba mejor representada por los gabachos que por los españoles

Historia 6ª: Germán y el Batallón de los Tiradores Voluntarios
¡Dios, que tristeza! Llueve y llueve y en mi recoleta mustiedad recordaba a Antonio Machado en uno de sus poemas: Una tarde parda y fría/  de invierno. Los colegiales/ estudian. Monotonía/ de lluvia tras los cristales. Así se expresaba el poeta en su Castilla del alma y así nos encontrábamos en la Barbería aquella tarde,  tristes y meditabundos por la situación de crisis generalizada en la que estamos inmersos. Oíamos y veíamos llover, como alguna otra vez hemos relatado en estos mismos cuentos y nuestra leve, aunque a veces, discusión subida de tono, avanzaba en una misma dirección: ¿cuando acabará esta crisis? Las respuestas, tan variopintas como la propia composición social de los asistentes. Unas más airadas que otras, pero el acuerdo tácito que había derivado de la complicidad de tantas historias compartidas  no habría permitido nunca  que la sangre llegara al río.
Me preguntaron por Don José y por el Páter, a lo que contesté que sabía lo mismo que ellos. Desde el último relato de éste, no sabíamos nada de ninguno de los dos. Sin embargo, todos los allí presentes coincidimos en que la historia que nos había contado el cura había sido muy buena. Algunos comentaron que demasiado, porque de algunas cosas no se habían ni enterado. Yo aproveché el momento para que me comentaran qué cosas y así aclarar las cuestiones necesarias, para que todo el mundo pudiera entenderla al completo. Así lo hicimos. De pronto, uno de los presentes, que estaba en la acera, aprovechando una escampadita para fumar (ya conocéis la entrada en vigor de la nueva ley), tiró el cigarrillo y dijo:
·        Ahí vienen los dos
·        ¿Quiénes? Dijimos los demás
·        Pues Don José y el cura
·        ¡Coño, pues también es casualidad! –dije yo-.
Entraron a la vez y se sentaron con nosotros (hubo que dejarles sitio, porque ya sabéis que aquello es pequeño y no bien amueblado). Don José me preguntó que si ya había puesto por escrito la historia que nos había contado el Páter, porque él no había podido leerla y le había llegado noticias de lo buena que era. A lo que le contesté que sí, pero que no la tenía en ese momento.
·        Pues deberías traérmela, dijo él
·        No se hable más, contesté yo. Quiso la casualidad que la tuviera en el coche y me acerqué a él y se la traje.
·        Gracias, mi querido amigo –dijo Don José- y la leyó despacio y con profunda atención.
Todos nosotros estuvimos pendientes de la reacción de nuestro mentor, que de vez en cuando esbozaba una sonrisa y que a la conclusión de la lectura, mirando fijamente al Páter dijo:
·        Si ésta es una versión real del relato, realmente es Vd. muy  bueno contando historias, Páter
·        Gracias Don José, viniendo de vd es un halago muy apreciado –contestó el Páter-
·        Le rogaría que tomara otra vez la iniciativa hoy y nos relatara alguna historia que nos sorprenda por su destreza en la narración y por la calidad humana de las que vd. las dota.
·        Favor que me hace, Don José –contestó el Páter-. Si no le parece mal voy a proceder a relataros una historia de la misma época, que trata de un joven idealista  chiclanero, por más señas,  que justo antes de la invasión de los franceses fue forzado junto con los demás miembros de su familia a refugiarse en la ciudad de Cádiz por razones poderosas que a lo largo del relato se harán patentes.
Y tomando la palabra, así nos narró el Páter:

Un domingo de febrero de 1.812, Cádiz, sitiada, resistía como una ciudad de prodigios bajo el abrigo de sus murallas. Un grupo de gaviotas giraban en sus vuelos impetuosos sobre la espadaña del castillo de Santa Catalina, y la mañana exhalaba una perfumada brisa. Germán, el muchacho chiclanero, vivaracho y soñador que vivía junto a los suyos en el Campo del Vendaval, escapó de la misa de Capuchinos y se sentó en la arena sedosa de la playa de La Caleta, cuyas aguas parecían haber robado el azul del cielo, y meditabundo perdía sus pensamientos en la arena de su Barrosa[4].

Sintió el salado frescor en la cara y cerró los párpados para formular su gran deseo, mientras movía sus pies descalzos, entre el oleaje, que con su isócrono rumor, le traía una y otra vez la obsesión que se agitaba en su cerebro desde hacía semanas. Soñaba con pertenecer al Batallón de Tiradores Voluntarios[5], el que se había batido con gloria en Bailén enfrentándose a las águilas invencibles de Napoleón. Algunos de sus amigos ya se habían alistado, pero su padre le negaba el permiso, aduciendo que era un chiquillo temerario y presuntuoso. No obstante aguardaba que un factor casual lo cambiara todo, pues en su insensata inocencia, anhelaba convertirse en soldado sobre todas las cosas. Y por ello le resultaba excitante pasear por la calle Ancha y contemplar a los héroes de sus sueños, con los que luego imaginaba aventuras audaces en la soledad de su lecho. De repente vio que algo flotaba a lo lejos sobre las mansas aguas de la desierta caleta, y que la marea lo arrastraba hacia las rocas, donde quedó varado. Tenía la certeza de que se trataba de un despojo de los enfrentamientos de las armadas rivales. Se incorporó como impelido por un resorte, y advirtió que era un baúl. Lo deslizó con esfuerzo, y miró a uno y otro lado para comprobar que no lo espiaban ojos indiscretos. Y con la navaja que llevaba en el cinto, abrió la mohosa cerradura. Alzó la tapa con parsimonia y se detuvo. Se quedó petrificado y los ojos parecieron salírseles de sus órbitas.

Germán, en ese momento, era un monumento vivo a la perplejidad. Algo mojado por su permanencia en el agua (no muy larga, por su buen estado de conservación), encontró, dentro del baúl,  todas y cada una de las prendas del uniforme de un “guacamayo”[6]; parecía el del mismísimo don Juan de la Cruz: casaca roja con vueltas de solapa y cuello verdes, pantalón ajustado seguido a la forma de la pierna, zapatos negros y botadura y correajes blancos, un sombrero apuntado con cabos de plata y con plumero, un corbatín negro y un sable. No salía de su estupor. Cogió el baúl y lo escondió entre las piedras en un lugar en el que la marea no pudiera volver a sacarlo, y con un hatillo, hecho de un trozo de tela que encontró, llevó a su casa sus nuevas pertenencias. Entró en ella y se dirigió a una habitación interior donde se probó el uniforme. Parecía hecho a medida para él. Lo guardó debajo de su cama y no comentó nada a nadie. Ya por la tarde, se dirigió a su padre y le dijo:

·        Padre, ya se que no quieres que me aliste de voluntario en el batallón de tiradores, pero casi todos mis amigos pertenecen a él. Yo, al igual que ellos, quiero hacer sentir al gabacho que ésta es nuestra tierra y que nunca podrán con nosotros; por eso padre mío, es por lo que os pido, me concedáis el permiso para alistarme.

·        Por mucho que insistas no te lo daré –contestó el padre-. Ya he perdido  un hijo en la batalla de Bailén, que formaba parte de ese mismo batallón y no estoy dispuesto a perder al que me queda. ¿Quién entonces, dará continuidad a mis apellidos?

·        Pero padre, vos bien sabéis que es mi intención combatir. Presto estoy para la acción a punto ya de cumplir los 18 años. Os ruego, os lo penséis mejor y me deis vuestra autorización. Si es por el estipendio resultante de la compra del uniforme y los pertrechos necesarios, os diré que no tengáis preocupación, ya lo tengo todo y, dirigiéndose a su habitación, enseñó a su padre todo lo que había encontrado narrándole con exactitud la manera y el lugar en que había sucedido.

·        ¡Nunca!, me oyes, nunca, te daré la autorización para alistarte. Y con esto hemos concluido nuestra conversación.

Vencido por la determinación que el padre mostró en su negativa, y apenado por la misma, resolvió salir de su casa y se dirigió en dirección al semi baluarte de San Roque, donde estaba el Cuerpo de guardia de los Voluntarios distinguidos de línea, al que pertenecía el uniforme encontrado y se presentó vestido con el mismo para enrolarse. Al serle solicitado el permiso paterno y no poder entregarlo, le fue denegado el alistamiento. Resuelto como estaba a luchar por su Patria, preguntó a un cabo veterano que qué podía hacer, a lo que éste le contestó:

·        Si ese es tu deseo, te recomiendo que vayas al Campo Santo, allá donde están los polvorines; que esos reclutan a todo el que quiera luchar. Son los llamados “cazadores francos”, a los que se le encomiendan aquellas misiones peligrosas que en forma de guerrillas se hacen para luchar contra el invasor.

       

Allí se dirigió y luego lo remitieron al semi baluarte de Santa Elena, donde tenía su sede el cuerpo de cazadores francos. Fue alistado como integrante del mismo y se le dieron instrucciones muy precisas para su entrenamiento y para que mantuviera en secreto tanto la existencia del citado cuerpo, como su pertenencia al mismo.

Y así lo hizo. Durante un tiempo recibió entrenamiento en montaje y colocación de bombas de mecha en los lugares más adecuados para causar el mayor daño posible; y, no obstante, tener el tiempo suficiente para poder salir con vida de cada una de sus actuaciones.

Transcurrieron varias semanas y tanto los mandos como él, entendieron que estaba suficientemente preparado para el fin previsto. Su primera misión, era harto difícil. Le propusieron acercarse a Sancti Petri, donde había una guarnición de gabachos y colocar tres de los artefactos que había aprendido a manejar. Saliendo por el Caño Zurraque oculto en un candray[7], alcanzó el Caño de Carboneros y, desde allí, metido en fango hasta la cintura (por el peso del material que portaba), consiguió hacer explosionar las granadas causando grandes daños personales y materiales. A los pocos días, la noticia se corrió por todo Cádiz, incluso fue escrita en un largo y elaborado artículo en el “Redactor General”.

A ese acontecimiento, sucedieron otros de las mismas características, siendo el más renombrado el de la Batería Colorá, también en Chiclana, donde se llegó a comentar que murieron 17 soldados franceses y quedaron casi destruidas dos de las baterías que allí tenían los gabachos.

Mientras tanto, nuestro jovencito Germán, seguía siendo desconocido en Cádiz. A su padre, le explicaba que los días y las noches que faltaba de casa, dormía con una tía (hermana de su madre), que vivía por el Barrio de la Viña, para ayudarle en sus faenas, ya que había quedado viuda. Con eso no quebrantaba el secreto que había jurado guardar.

Transcurrió el tiempo, y los franceses levantaron el asedio de Cádiz. Esto sucedió en Agosto de 1.812. Lo que os puedo contar es que el 25 del mismo mes, la Regencia, a través del Duque del Infantado escribe y firma: Gaditanos: la Regencia del Reino –dice-, que os mira en estos momentos, penetrados del más exaltado júbilo, al ver retirarse las tropas enemigas… que con tácita arrogancia se presentaron al frente de las murallas de vuestra ciudad, después de más de treinta meses de un porfiado empeño por su conquista, que ha burlado vuestra constancia y patriotismo… Habéis sufrido sin murmurar y con resignación digna del premio que la Providencia os ha concedido este día… (sic). Pero lo más importante fue lo que ocurrió poco tiempo después. Cuando se procedió a la disolución de los cuerpos de voluntarios que se habían formado en Cádiz, en una parada militar realizada en la Plaza de San Antonio, previo desfile por la calle Ancha, en el Decreto preparado a tal efecto, se reconoce de manera explícita la labor desempeñada por tiradores voluntarios de línea, se conceden  cruces de Carlos III y se significa en ello, la abnegada labor de tantos gaditanos, que de forma anónima y voluntaria, y demostrando una extraordinaria valentía, se enfrentaron al enemigo. Y nuestro Germán que había sido capaz él solo de realizar acciones, que hubieran merecido todo tipo de cruces y reconocimientos, ni nombrarlo y, sin embargo,  su futuro ya estaba labrado en su interior por sus hazañas de juventud, digna del más audaz y valiente soldado del Batallón de los Tiradores Voluntarios, al que siempre había soñado pertenecer, pero que no pudo conseguir.

Terminado el relato y mirándonos a todos, pero de uno en uno,  nos comentó:

·        Me gustaría deciros una última cosa –dijo el Páter- y que la recordarais toda vuestra vida: Lo esencial es siempre invisible a los ojos, solo se puede ver con el corazón.



Historia 7ª: De cómo el Mariscal Víctor urdió la venganza contra nuestro amigo el bodeguero y cual fue el resultado final del ardid que aquel preparó.


La última historia contada por el Páter nos había dejado a todos un tanto impactados por la heroicidad y valentía de un conciudadano nuestro en la lucha contra los gabachos y en la convicción profunda de cuantos y cuantos otros conciudadanos y convecinos más, habrían tenido similares comportamientos, incluso entregando su vida por sus ideales. Algunos comentarios por parte de algún contertulio acerca de que se había perdido el tono jocoso inicial de las historias pero que, a pesar de todo ello, éstas habían ganado mucho con la aportación de las nuevas que contaba el Páter.

Hacía al menos dos semanas de la última reunión con historia y andábamos deseosos de oír alguna nueva por parte de cualquiera de los dos narradores, cuando en ese momento hace acto de presencia el Páter que nos dice que viene de casa de Don José, que por cierto se encuentra enfermo, aunque no de gravedad, (lo cual nos deja muy aliviados) y que pronto volverá por aquí. Así que le ha encomendado que sea él el que nos siga deleitando con sus relatos y de paso mantenga el grupo cohesionado, aspecto éste que le viene que ni al pelo dada su condición de pastor (aunque en este caso sea solo de almas). Le contestamos los allí presentes que estábamos encantados de semejante misión y que esperábamos ansiosos oír algunas de sus deliciosas historias.

·        Si es por eso, no os preocupéis –dijo el Páter- ya que sabré cumplir con el encargo recibido.

Y procedió a narrar lo que a continuación transcribo:

Recordaréis como hace un par de historias os relaté hasta que punto la estupidez humana puede alcanzar cotas inimaginables y lograr que personas tan extraordinariamente inteligentes como el Sr. Pinard, adopten posturas de carácter extremo que pueden llegar a la decisión de quitarse la vida para demostrar, en un acto de vanidad suprema, como quedar por encima del otro interlocutor en una discusión. Pues bien, aunque el Mariscal Víctor que actuó de árbitro de la contienda le dio la razón al susodicho Pinard, no quedó muy satisfecho de la resolución final de aquel enfrentamiento dialéctico y se prometió a si mismo que vengaría la muerte de éste.

Mandó entonces a uno de sus oficiales que indagara todo lo posible acerca de nuestro amigo el bodeguero de Chiclana, del que se elaboró un extenso informe con todo lo conocido del mismo y algunos datos que no eran exactamente verdaderos. Entre estos datos estaban su pertenencia a un grupo secreto de guerrilleros y saboteadores que actuaban en contra de los intereses franceses en la localidad. En este dossier aparecieron varias acciones hostiles del grupo, en las que participó nuestro amigo y que tuvieron graves consecuencias (con muertes incluidas) en las tropas francesas de ocupación. Si bien era cierto lo de las acciones contra los gabachos, no lo era, de ninguna de las maneras, la participación de nuestro amigo el bodeguero en las mismas; pero fue llamado a presencia del Mariscal y éste le mandó detener y urgió al fiscal militar que lo acusara formalmente y procediera a enjuiciarlo por la vía militar y si, resultaba culpable, (a todas luces, era lo esperado) fuese condenado a muerte irremisiblemente.

El bodeguero (al que de ahora en adelante nos referiremos como M.A.) era un hombre como ya sabéis, de muy preclara inteligencia, culto e instruido y con una dosis muy elevada de astucia en sus pensamientos, comportamientos y decisiones.

Permanecía M.A. en su celda esperando el juicio y oyó una conversación entre dos de los carceleros en voz muy queda que le hizo prestar mayor atención precisamente por el volumen que utilizaban. Quedó sorprendido por el contenido de la misma y pensó que, bien utilizada, aquella información podría ser el principio de la solución a sus problemas.  Al día siguiente cuando recibió la visita de su hijo mayor, le hizo un par de preguntas que a éste le llamaron mucho la atención, acerca de una Sra. de gran prestigio y proyección social, de una gran belleza exterior, vecina de la localidad, pero que no era santa de su devoción (de ahí la extrañeza del hijo).

El hecho de que le llamara tanto la atención al joven, además de lo dicho anteriormente, era debido precisamente a la situación de extrema gravedad en que se encontraba su padre, pendiente de un juicio que como podéis todos suponer, estaba amañado de antemano y del que, por tanto, iba a resultar culpable. Sin embargo, lo que éste no sabía es lo que el padre había averiguado y deducido, acerca de esta Sra. y el Mariscal Víctor.

Quiso el azar (aquí que cada uno aplique el concepto de acuerdo con sus convicciones morales), la suerte o la Providencia, que el padre averiguara que la citada Sra., amante del Mariscal, iba a ser asesinada por orden de éste, el martes siguiente, dado que por despecho hacia el jefe de los gabachos, ella iba a hacer pública su relación, cosa que el mariscal no podía permitir sin correr el riesgo de poner en entredicho su lealtad al Emperador, a su Patria y a su propia esposa.

El lunes por la noche, ya de madrugada, nuestro amigo M.A. escribió una nota que entregó a uno de los carceleros con el encargo de que la remitiera al mariscal a través del oficial de guardia, en la que anticipaba la muerte de la citada Sra. para el martes, y que dicha información la había obtenido por intervención directa del Altísimo, que habiéndosele aparecido, le había comunicado su interés porque conservara su vida por el bien de los suyos y además le había recomendado que lo pusiese en conocimiento de S.E. el Mariscal para que éste, temeroso de Dios,  así  cumpliese el encargo.

Al día siguiente, acontecido ya el fatídico suceso, el Mariscal recibió la nota de M.A. y montó en cólera. No pudo hacer ni decir nada con carácter inmediato, porque podría descubrirse su macabro complot. Sin embargo, extrañado porque éste conociera toda la trama (el Mariscal que era francés y por tanto “ilustrado”), no cayó en la superchería fácil de suponer que M.A. pudiera adivinar el futuro, ni siquiera a través de la intervención divina,  por lo cual pensó durante algún tiempo e ideó la manera de vengarse de él y poder saborear su venganza gozando de ella y viendo aniquilado a su enemigo y sin embargo, mantenía su temor hacia M.A y sus poderes adivinatorios, por lo cual definitivamente no las tenía todas consigo. Y lo que os voy a contar a continuación fue lo que preparó junto a su séquito más incondicional.

En el plazo de una semana dio comienzo el juicio contra M.A. y el abogado defensor, ni siquiera consiguió que le fuera posible presentar prueba alguna a favor de su cliente (tal era el grado de amañamiento del mismo). La sentencia no se hizo esperar: culpable de asesinato y, por tanto condena a pena de muerte, en la horca.

El Mariscal por fin veía satisfecha su venganza y además acababa así con uno de sus enemigos más capaces y, por tanto, más temible. Y cuando se le comunicó al reo la citada sentencia, el Mariscal y él cruzaron sus miradas, y a aquel le recorrió un escalofrío a través de todo el cuerpo que le causó un inmenso pavor, como si realmente estuviese viendo a alguien en quien se proyectaba el Altísimo. Y tuvo miedo, mucho miedo. Pero una vez que lo perdió de vista desapareció ese temor que había padecido por unos instantes y volvió a sentirse dichoso y feliz por el resultado final de su sutil estrategia.

Y por fin llegó el día fijado para la ejecución de la sentencia. En el centro de la plaza de Don José Retortillo, habían construido un cadalso de madera para que fuera estrenado por persona tan principal. Presidiendo toda la guarnición francesa estaba el Mariscal y la plaza atestada de público chiclanero que se agolpaban alrededor del entarimado para ver la muerte de su conciudadano. En ese momento apareció M.A. y un silencio sepulcral se apoderó de toda la concurrencia; dijeron los presentes que se pudo hasta oír ese silencio. Tanto era así que al propio Víctor le cambió el color de la cara, poniéndosele cerúlea y no fue capaz de abrir la boca; sin embargo, los dos soldados que lo llevaban cogido por los brazos (estos iban atados a la espalda), espetaron en voz alta al oficial encargado de la ejecución:

·        Mi Teniente, ¿qué hacemos con el reo?
·        Subirlo al cadalso para que pueda proceder el verdugo, contestó éste.

Y aquella mínima conversación fue suficiente para que el Mariscal recuperase la voz y de forma irónica y jactándose de su poder, cuando ya tenía a su enemigo atado y con la soga alrededor del cuello, le inquirió de la siguiente manera:

·        Tú, que presumes de ser un hombre tan hábil y que te atreves a pronunciarte sobre la suerte de los demás, dime: ¿Cuál será tu suerte ahora y cuanto tiempo  te queda de vida?

Y nuestro convecino, que era un hombre como ya hemos dicho extremadamente astuto y de una gran clarividencia, se mantuvo tranquilo y sin inmutarse, emitió la siguiente respuesta:

·        Mi suerte depende de Vos, pero respecto a mi muerte he de deciros que ocurrirá exactamente, tres días antes que la de Vuestra Excelencia

El Mariscal, lívido ante la respuesta recibida y que, aunque no fuera una persona que creyera en supercherías, había podido constatar el rigor de sus predicciones sobre la vida y la muerte, ordenó de inmediato  la puesta en libertad de M.A., se revisó la sentencia y le fue anulada la pena de muerte. Así, de esta manera, una sencilla frase, le sirvió para pasar del dictamen de la muerte a la más que garantizada supervivencia.

Y, dirigiéndose a todos los contertulios presentes en la barbería y de una manera especialmente solemne nos dijo dos de sus famosas sentencias:

·        Recuerda que eres algo más que tu cerebro o tu cuerpo. Tu verdadera esencia es tu alma que es eterna. Y también
·        Debéis saber que cuando uno es amigo de sí mismo, lo es también de todos los demás.

Y salió a la calle, bajó por la acera y se perdió entre la gente.


Historia 8ª: El postrer y último deseo de Don José y cómo el Páter y yo tuvimos que comunicar a los parroquianos que la próxima sería la última historia y el final de la tertulia.

Hoy ha sido un día muy triste. He recibido una llamada telefónica de la hija de Don José, comunicándome que éste seguía enfermo, pero que según sus médicos había empeorado y que parecía que el final de sus días era una cuestión de tiempo. Inmediatamente me puse en contacto con el Páter para referirle tan dramática noticia. Éste me comentó que ya lo sabía, debido a que ambos compartían médico y que se lo había contado en su última revisión. El Páter también tiene sus años y tiene que ir a ver a su galeno con cierta frecuencia.

De cualquier manera, yo que me limito a ser el transmisor de las historias que son contadas en la barbería, he empezado a notar un cosquilleo cada vez que pienso en estos dos personajes y en la riqueza interior de ambos y, de cómo, han conseguido transformar a un grupo de personas que hasta entonces esperaban juntas el turno  para pelarse o afeitarse (o ambas cosas a la vez), en una unidad cuasi familiar que ansían el momento en que aparece uno de nuestros dos queridos amigos y nos cuentan historias que amplían nuestras mentes, solazan nuestro tiempo perdido, pero sobre todo, engrandecen nuestro espíritu, dotándolo de un mayor enriquecimiento, que nos hace, fundamentalmente, mejores personas.

Por eso, me veo en el trance de tener que contarle a los contertulios tan dramática noticia. Don José no va volver por aquí y, probablemente, por ningún otro sitio; y el Páter dice que sin él, la tertulia no tienen sentido. Así lo hice y la tristeza invadió nuestras  almas. Todos sin excepción, manifestaron su pesar por tan luctuosa noticia y se sumaron al dolor por la ya casi inmediata pérdida de Don José. Por ello, el día que apareció por allí nuestro Páter, con semblante serio pero con una amplia sonrisa que le proporcionaba la paz interior; esa de la que sólo gozan, aquellos que están en paz consigo mismo y con los demás, manifestamos levemente nuestra alegría por su presencia y porque sabíamos que aquella era la última vez que se iba a producir este tipo de encuentros.

El Páter, sabedor de aquella situación nos dijo a todos:

·        Ya se que todos sois conocedores de la fatal noticia, por lo que solo os pido que aquellos que seáis creyentes recéis por él y los que no, que guardéis en vuestro recuerdo la imagen de un hombre bueno que supo ser fiel a sus creencias.

Y hoy, para concluir os voy a contar una leyenda[8] que he sido testigo de cómo se ha ido transmitiendo de generación en generación y que os va a resultar ilustrativa y muy curiosa. Y así comenzó su último relato:

Hace poco tiempo me tropecé con un gran amigo de la Isla de León, un famoso historiador (Don Juan Torrejón Chaves)  y gran conocedor de lo acontecido en nuestra tierra hace doscientos años que me contó lo siguiente

"El 26 de octubre de 1810, el ejército francés de Andalucía sufrió uno de sus mayores reveses. A las nueve de la mañana, partió de Puerto Real el general de división de Artillería Alexandre-Antoine Hureau de Sénarmont, uno de los más distinguidos de los ejércitos de la República y del Primer Imperio, acompañado de su Estado Mayor, para visitar las posiciones artilleras de la línea de bloqueo de la Isla de León y Cádiz. A las dos de la tarde, la comitiva llegó al reducto 'Villatte'[9], en el que se encontraba la más avanzada de las baterías francesas. Sénarmont ordenó probar un cañón de a 24 que aún no había sido disparado, apuntando a una lancha cañonera española que se hallaba en posición en el caño de Sancti-Petri; pero desde la posición nadie pudo percibir la caída de la bala. De ahí que mandara cargar de nuevo y, con el fin de observar mejor la trayectoria del proyectil, se desplazó desde el extremo izquierdo de la batería colocándose a barlovento, en el parapeto delantero que estaba a medio construir. En su movimiento, fue acompañado por el coronel Degennes y el capitán Pinondelle. Entonces, el fuego enemigo fue respondido desde la batería de ''Los Ángeles'', situada en la primera línea defensora de la Isla de León. El humo del primer disparo impidió a los franceses ver el obús de 8 pulgadas, que alcanzó a los tres artilleros en el lado derecho, desde el pecho hasta la pierna. Seguidamente, el proyectil se encajó en el macizo del parapeto opuesto y estalló matando e hiriendo de importancia a algunos más. Sénarmont murió en el acto; Degennes le sobrevivió inconsciente alrededor de un cuarto de hora; y Pinondelle, que quedó gravemente herido al arrancarle el obús su muslo derecho.
La noticia y la consternación corrieron como la pólvora entre los sitiadores. En una acción banal, desaparecía una de las glorias de la Artillería napoleónica”.

Y continuó el Páter diciéndonos: En esa misma acción resultaron heridos y muertos varios artilleros de la clase de tropa cuyos nombres no son recordados, por no ser ninguno personaje de  especial relevancia para la historia, excepto uno de ellos de apellido Baland y de nombre Jean Louis, soldado raso y hermano de la mujer más famosa del 95º Regimiento de Infantería que más tarde peleó en la Batalla de Chiclana. Esta mujer llamada Catherine, era una “vivandiere” [10], y de acuerdo con los datos que se conservan de ella es digna de reseña especial en este relato porque era considerada la hija del Regimiento lo que le otorgaba un carácter popular, porque provocaba una sobreelevación  agradecida  y pintoresca  en torno a los valores de la guerra. Su valor en batalla, restablecía con frecuencia el espíritu más elevado de la tropa, porque aunque su guerra consistiera en cargar sobre su cerviz o su regazo un ánfora de vino, como todas esas cariátides[11] anónimas que sostienen la sociedad sobre su columna, su pelea, -continuó el Páter- (en un estado de excitación como no lo habíamos visto hasta ahora) es íntima y se reduce a conquistar el espacio de libertad que supone entregarse a la labor de cubrir las necesidades básicas de los guerreros. O a ejercitar su cuerpo para enfrentarse a un reto físico, o bélico. O abandonarse a la ebriedad del alcohol… Estas heroínas pueden parecer sumisas por fuera, pero son libres por dentro. Activas, fuertes, independientes, fronterizas, posesas… Fuera de control, en todo caso. Del de los hombres y a veces hasta del suyo propio. O sometidas por la fuerza o por ley de vida, pero no a su disposición, Casi siempre bellas, bellísimas, pero nunca tontas. 

Nunca hasta entonces había visto tan exacerbado y con un verbo tan lúcido al Páter y menos ¡hablando del valor de ser mujer! La verdad es que nunca dejará de sorprenderme. Pero prosigamos con el relato.

Y siguió el Páter. Todo esta disertación que hago sobre la mujer en general y de Catherine Baland en particular es para que seáis conscientes de que en los momentos en que es necesario llevar a cabo una acción que requiera de una gran dosis de valor, de astucia o de arrojo, se tiene garantizado el éxito si se cuenta con el concurso de una mujer. Cuando aconteció la muerte del General, cayó herido de gravedad el hermano de nuestra amiga Catherine. En cuanto ésta tuvo conocimiento del hecho, condujo, con la ayuda de algunos amigos de total lealtad, a Jean Louis a un lugar seguro, donde inmediatamente fue atendida por un médico que ella pagó de su propio peculio y lo recluyó en el campo, en la casa de unos lugareños situada entre Chiclana y la vecina villa de Conil, a los que encomendó el cuidado del mismo, previo pago de sus servicios. Ella iría a visitarlo con frecuencia y velaría porque no le faltara de nada.

Transcurrió un tiempo, el soldado fue dado por muerto en su Regimiento, pero en la realidad, estaba más sano que nunca. Era alto y fuerte y tenía un rizado pelo de color rojo que le caía sobre los hombros y que le confería el aspecto de la personificación de la salud. En una de las visitas que con tanta frecuencia le hacía su hermana, le preguntó:

·        ¿Cuando tienes previsto que me reintegre a mi Regimiento?
·        Nunca, le contestó ella
·        ¿Cómo que nunca? ¿Es que acaso pretendes que falte a mi deber de soldado y deserte?
·        A lo que contestó su hermana: Jean Louis, debes saber dos cosas. La primera es que tú nunca podrás desertar porque a todos lo efectos constas como oficialmente muerto en tu Regimiento; y la segunda, que antes de partir hacia España, madre me hizo prometer y así lo hice, que cuidaría de ti y velaría por tu vida. Cuando todo esto pase, ya veremos como te hago volver, pero de momento te quedas aquí.

Y fue pasando el tiempo y Jean Louis fue conviviendo con esta familia a la que tomó gran cariño y, especialmente, con la hija de estos lugareños que estando en edad de diecisiete años, se había convertido en una preciosa joven.

Y pasó la Batalla de Chiclana y la hermana sobrevivió. Y transcurrido un tiempo, en concreto en Agosto del año siguiente (2012), la hermana fue a comunicarle su marcha, a sabiendas de que su hermano había sido ya ganado por otra causa, mucho más poderosa que aquella que le había traído hasta aquí: el amor. Y le dijo que se quedaba, que cuando las cosas estuvieran calmadas él volvería a visitarlos a Toulouse (de donde eran originarios).

Todo el ejército de ocupación levantó el cerco y marchó a Francia, por lo cual nuestro amigo Juan Luís Balán (ya había españolizado su nombre) se desposó con la joven en casa de la cual vivía desde hacía más de dos años y, siguiendo la tradición familiar (su padre era tabernero), montó un Ventorrillo, cerca del lugar donde vivía, pero próximo al camino que lleva desde Chiclana hasta la villa de Vejer. El ventorrillo, al que puso de nombre “El Caminito” era muy frecuentado por lugareños y viajeros, que por cierto eran cada vez más numerosos dado que ese camino era muy transitado por ser la vía natural para trasladarse hasta la Ciudad de Algeciras. Fue haciéndose cada vez más grande y con más fama de buen ventorro. Y así, los lugareños habiendo empezado ya a coger confianza con Juan Luís, al que llamaban el colorao, por el color de su pelo, decíanse unos a otros en esta costumbre tan andaluza de acortar las frases: “Vamos a donde el Colorao”, “Nos vemos en lo del Colorao”, “Se come bien en lo del Colorao”…

El Colorao, concluyó. Y aquí nuestro Páter respiró y se tomó un pequeño descanso. El Colorao, volvió a repetir y ¿Es que acaso hay alguien que no sepa hoy en día dónde está el Colorao?

No se si será verdad, o como os dije al principio, es pura leyenda. Lo que si es cierto es que os lo he contado tal como yo conozco la historia. Y ahora queridos amigos, permitidme que me vaya sin deciros adiós, bastará con un “hasta pronto”.

 
[1] Apéndices que portan en la testuz algunos animales
[2] No conviene, por la discreción que siempre debe mantenerse, citar nombres de nadie,
 por si sus descendientes aún conviven con nosotros.
[3] Nota del autor: Los tiradores voluntarios de Cádiz formaban parte de las milicias
 reclutadas y  organizadas por Don Juan de la Cruz para la defensa de la zona sitiada.
[4] Playa de Chiclana
[5] Batallón que, bajo el auspicio de Alcalá Galiano y bajo la dirección de Don Juan de la
   Cruz, se formó en Cádiz para la defensa de la ciudad
[6] Uniforme de los voluntarios distinguidos de línea
[7] Embarcación de dos proas, utilizadas normalmente por salineros
[8] Leyenda viene del latín legenda y se refiere en principio a una narración puesta por escrito
para ser leída en voz alta y suele tener, por lo general, un carácter ficticio.
[9] Situado en el caño del Alcornocal en el molino fortificado del Almansa (en las inmedia-
ciones del Carrajolilla)
[10] Cantinera
[11] Figura femenina esculpida con función de columna o pilastra